El país, que protagonizó una primavera democrática, ve cómo jueces y fiscales que lucharon contra la corrupción marchan al exilio, mientras el presidente Giammattei lanza una cacería contra las voces críticas
Carlos Salinas Maldonado, ciudad de Guatemala, 6 de Agostos de 2022
Los pasillos de la Universidad de San Carlos, la principal de Guatemala, son el termómetro donde estos días se puede medir el hartazgo de los guatemaltecos hacia los desmanes de sus élites políticas y económicas. El campus cumple este sábado 100 días desde que fue tomado por un grupo de estudiantes en protesta por lo que consideran un fraude en la elección de las autoridades universitarias, pero su rabia va más allá: aseguran que las arbitrariedades de las autoridades de este centro educativo de más de 200.000 estudiantes son el reflejo de un país de futuro incierto, que poco a poco se hunde en un abismo de impunidad que los llena de desesperanza.
“Hemos llegado a un pico de crisis muy alto”, dice Laura Aguiar, de 23 años, estudiante de Ciencias de la Comunicación. El rostro de esta joven se descompone cuando cita una retahíla de hechos recientes que la indignan: las Cortes sentencian a jueces involucrados en la lucha contra la corrupción, muchos de ellos empujados al exilio; las instituciones han caído bajo el control del presidente, Alejandro Giammattei, lo que ahoga su independencia; los espacios de protesta se cierran, a la vez que desde el Ejecutivo se lanza una cruzada contra cualquier voz crítica con la amenaza de cárcel, como le ha ocurrido al respetado periodista José Rubén Zamora, director de elPeriódico. “Es difícil sobrevivir en esta realidad que nos tocó”, insiste Aguiar. “Y es más triste saber que el futuro no se ve prometedor. Solo nos queda la resistencia”, asegura esta joven, mientras sus compañeros levantan barricadas para impedir la entrada al campus de las fuerzas de seguridad o grupos de choque que amenazan con reventar su protesta.
La Guatemala de hoy parece muy lejana de aquel país que en 2015 despertó las esperanzas en Centroamérica, cuando una ola de indignación popular forzó la caída del general Otto Pérez Molina. El exmilitar fue implicado en una trama de corrupción conocida como La Línea, una gigantesca estructura montada a costa del Estado, que, a cambio de altos pagos, permitía importar bienes burlando los impuestos. Al frente de esta trama corrupta estaba la vicepresidenta y antigua aspirante a Miss Guatemala Roxana Baldetti, pero desde la cúpula la dirigía el propio presidente. Una revelación hecha por la Fiscalía contra la Corrupción con el minucioso trabajo de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), una suerte de Fiscalía especial creada en 2006 con apoyo de la ONU. La dimisión y posterior enjuiciamiento de Pérez Molina llenó de esperanza al país, en lo que se conoció como la primavera democrática de Guatemala, nación que por fin, tras años de lidiar con la corrupción del poder económico y político, parecía caminar hacia un sistema donde imperara el Estado de derecho. Siete años después de aquel derroche de felicidad, los guatemaltecos se preguntan qué pasó con su país, que parece ahora sumergido en un deterioro sin retorno.
La Universidad San Carlos es por eso el espejo donde se ven muchos guatemaltecos. No por nada los coches que pasan al lado de la universidad suenan sus bocinas en apoyo a los estudiantes, porque esta protesta la sienten algunos como un hálito fresco en medio de la podredumbre que todos los días presentan los diarios del país. Porque para la mayoría de los guatemaltecos, la salida forzada de la CICIG del país fue un golpe que los hundió en el desamparo. Un golpe orquestado, según las fuentes consultadas para este reportaje, por las poderosas élites que controlan Guatemala.
“El miedo por el destape de casos de corrupción comenzó a unir a las élites tradicionales y emergentes, que olvidaron sus rencillas e hicieron bloques con funcionarios variopintos y decidieron un plan: el primer objetivo de ese plan era desprestigiar a la CICIG para desmantelarla, lo que lograron en 2019″. Lo explica Edgar Gutiérrez, exministro de Exteriores y uno de los analistas más lúcidos de Guatemala. Para lograr consolidar ese plan —en Guatemala lo llaman “pacto de corruptos”—, los grupos de poder económico se valieron de la buena disposición del ya expresidente Jimmy Morales, a quien la misma CICIG implicó en corruptelas. Morales decidió romper con el acuerdo que mantenía Guatemala desde hace 12 años con la institución de Naciones Unidas y ordenó la salida de los funcionarios extranjeros del organismo, liderados por el juez colombiano Iván Velásquez, considerado el látigo contra la corrupción en Guatemala, y quien ahora estará al frente del Ministerio de Defensa colombiano bajo el Gobierno de Gustavo Petro.
Fue entonces cuando comenzó la caída en el abismo del país. “Las élites comenzaron a recuperar el control de todas las instituciones del Estado relacionadas con el sistema de justicia”, dice el analista Gutiérrez. Y así comenzó una persecución despiadada contra los operadores de justicia que participaron en la cruzada contra la corrupción con el apoyo de la CICIG. “Todo esto se ha hecho pisoteando la Constitución y el Estado de Derecho”, sostiene Gutiérrez.
La guerra contra los jueces y fiscales independientes que luchan contra la corrupción en Guatemala ha dejado ya una veintena de víctimas, funcionarios que han marchado al exilio por las amenazas en su contra. Entre ellos están Juan Francisco Sandoval, que encabezaba la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI); la exfiscal general Thelma Aldana; la exmagistrada de la Corte de Apelaciones Claudia Escobar; el exfiscal de la FECI Andrei González; la magistrada electa de la Corte de Constitucionalidad (CC) Gloria Porras o la jueza Erika Aifán.
Del exilio sabe Flor Gálvez, abogada que trabajó con la CICIG. Sin mencionar por seguridad dónde se encuentra ahora, Gálvez explica que ella trabajó en casos de corrupción muy sonados, que incluyeron la sustracción de dinero del Ministerio de Defensa, en la que se vinculó a un hijo del exdictador Efraín Ríos Montt. “Tocamos estructuras vinculadas a la financiación electoral, con empresarios de alto nivel de la cámara empresarial. Esto generó anticuerpos en contra de la CICIG”, explica Gálvez. “Veníamos trabajando en un sistema penal muy debilitado y corrupto y exponer toda esa corrupción fue molesto para las Cortes, magistrados y jueces que querían mantener ese statu quo. Cuando finalizó la CICIG se dejó un informe con las falencias del sistema de justicia. Pero todo vino en declive. Desde 2019 empezó una embestida contra quienes trabajamos en la CICIG. Se concretaron las amenazas”, explica. Y luego llegó la persecución y el exilio.
Una persecución que ha tenido su momento álgido bajo el amparo del Gobierno del presidente Alejandro Giammattei, un político sin carisma, de carácter reservado y profundamente conservador, que llegó al poder en 2019 en segunda vuelta en una elección con minúscula participación y que recibe una opinión negativa de los guatemaltecos, según las encuestas. Para Giammattei fue un respiro la salida de la CICIG. Gálvez explica la razón: “La CICIG estuvo investigándolo por ejecuciones extrajudiciales. Él fue director del Sistema Penitenciario en 2006. Se logró detectar que se había ejecutado extrajudicialmente a reos que estaban en una penitenciaría llamada Pavón. Se logró vincular al proceso al presidente porque dio órdenes para que ejecutaran a varios privados de libertad, pero por algunas circunstancias de impunidad y corrupción se sobreseyó el caso en su contra”, afirma.
Durante su mandato, Giammattei ha logrado el control de las instituciones, sobre todo del aparato de justicia, y para ello se ha valido de un personaje controvertido: la fiscal general Consuelo Porras, señalada por los fiscales y jueces condenados al exilio de ser la artífice de los juicios en su contra. En mayo, Giammattei renovó el mandato de Porras, lo que generó fuertes críticas en Guatemala y a nivel internacional: Washington ya había anunciado que suspendía la colaboración con el Ministerio Público guatemalteco debido a la persecución a los jueces que luchan contra la corrupción.
Como si no fuera suficiente para los guatemaltecos desayunarse cada día con la noticia de la salida del país de un juez o un nuevo escándalo de corrupción, hace dos semanas pudieron ver en directo el allanamiento de la casa de José Rubén Zamora, el periodista más respetado del país, acusado por la Fiscalía de lavado de dinero. El miércoles se realizó la primera audiencia del caso, en la que Zamora reiteró su inocencia y afirmó que se trata de una persecución de Giammattei por las publicaciones que relevan corrupción y abuso de poder, hechas por elPeriódico, el diario que fundó en 1996. La audiencia se llevó a cabo en una sala asfixiante de la laberíntica sede de los juzgados guatemaltecos. Llena de periodistas, cámaras y fotógrafos, entre el gentío sobresalía un personaje volcánico, que tras el fin del proceso, se dirigió a las cámaras de la televisión para afirmar que el juicio contra Zamora era legal y apegado a derecho. “No vivimos en un régimen como el de Nicaragua, Cuba o Venezuela. Se están respetando los derechos del sindicado”, dijo casi a gritos. Se trataba de Ricardo Méndez Ruiz, director de la Fundación contra el Terrorismo, un organismo de extrema derecha que ha mostrado mucha beligerancia en los juicios contra los jueces y fiscales anticorrupción. En Guatemala genera asombro que este organismo privado participe en los procesos. Méndez Ruiz incluso fue admitido como querellante en el juicio contra el periodista Zamora.
“La Fundación contra el Terrorismo es el brazo legal de los empresarios para ejecutar todas estas acciones, porque todas las denuncias contra los operadores de justicia vienen de esta fundación”, dice en Ciudad de Guatemala una fuente que pide el anonimato. “Esta fundación tiene supeditado al Ministerio Público. Fue creada en 2013 para apoyar a los exmiembros de las fuerzas de seguridad que estaban siendo procesados en medio de la justicia transicional por casos de crímenes de lesa humanidad y desaparición forzada”, explica la fuente en referencia al largo conflicto armado que dejó más de 200.000 muertos en Guatemala (1960-1996). El día de la audiencia contra Zamora, EL PAÍS preguntó a Méndez Ruiz por qué participaba como querellante en el juicio. “Porque es mi derecho constitucional”, dijo.
—¿Quiénes financian a la Fundación contra el Terrorismo?
—La financiamos nosotros.
—¿Nosotros, quiénes?
—¿Por qué no le pregunta a José Rubén Zamora quién financia su periódico?
—Le pregunto a usted.
—La financio yo.
Fuentes consultadas para este reportaje afirman que la Fundación contra el Terrorismo tiene como objetivo acabar con lo que considera “ilegalidades” que cometieron la CICIG, jueces y fiscales con empresarios y políticos que fueron investigados y condenados por actos de corrupción. Las mismas fuentes señalan —así como lo han hecho medios guatemaltecos— de que detrás de este organismo está el dinero de exmilitares e importantes empresarios del sector del cemento, del azúcar y las finanzas. “Es una guerra patrocinada por las élites”, afirman. Para estas fuentes son estos grupos poderosos los que empujan a Guatemala al abismo y son los que generan la desesperanza que ha llevado al grupo de estudiantes de la Universidad de San Carlos ha tomar el campus como forma de demostrar su hartazgo al sistema. Atrincherados entre sacos de arena, ojerosos y hambrientos, estos jóvenes sueñan con otra primavera democrática, o por lo menos que su país deje de ser el paraíso de la impunidad secuestrado por un pequeño grupo de poderosos.
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