Gorka Castillo Lunes 14 de enero de 2019
A la Guatemala profunda, la que cultiva caña y café como se hacía hace mil años, se llega por carreteras endiabladas. Más de 4 horas en camioneta han empleado María Lucas, de 64 años, su hija y otros dos vecinos de Sipacapa, un municipio del departamento de San Marcos fronterizo con México, para recorrer los 65 kilómetros que separan sus casas de Santa Cruz. Acuden porque el Consejo de Pueblos del Quiché (CPK) ha convocado una asamblea con los líderes y lideresas indígenas que aun aguantan la presión de las todopoderosas oligarquías locales. Los datos de los siete primeros meses de este año alumbran el desastre: 137 dirigentes comunitarios agredidos, otros 22 asesinados y un número indeterminado de detenidos, todos bajo acusaciones que las élites utilizan para aplastar una cultura confrontada con el orden del mercado libre que engorda sus insaciables bolsillos. María, su hija y los dos vecinos de Sicapaca son cuatro rostros más entre los cuatro millones de indígenas sentenciados a vivir en la pobreza extrema.
La matriarca, cara arrugada y los ojos brillantes, participa activamente en la asamblea. Es un debate muy vivo, reflejo de los temores y la desconfianza que quedaron atrapadas en el alma de estos mayas en la noche de los tiempos. Uno de los portavoces pide que “se evite cualquier resistencia violencia” en las protestas periódicas que diferentes comunidades y aldeas realizan contra la construcción de las grandes infraestructuras proyectadas. En Huehuetenango, en Alta Verapaz, en Izabal, Solol o en el propio departamento del Quiché. “Porque, compañeros, ese será el motivo que utilicen para reprimirnos aun más”, suelta a viva a voz. La cuestión se despacha con dilación porque lo que más inquieta, de momento, son las consecuencias de esas inmensas instalaciones cuando echan a andar. “En San Marcos tuvimos la mina Marlin y fue terrible. Extendieron el miedo, el paramilitarismo, la muerte y la desigualdad”, comenta María en un castellano frágil que no le impide repetir con fuerza el nombre del engendro. “Mina Marlin”.
En 2005, la empresa canadiense Goldcorp puso sus ojos en el subsuelo de San Miguel Ixtahuacán, una aldea pobre, fría e inhóspita cerca de la frontera con México, para extraer oro puro de la base de una montaña. Para ganarse el apoyo de la población, unos 35.000 habitantes, la transnacional minera forjó una suerte de jerarquía comunitaria a base de regalos y dinero que algunas autoridades locales aceptaron de buen grado. Otros, como María, vieron en aquellas dádivas los ingredientes inflamables de la codicia, la influencia y la corrupción que siempre ha utilizado el poder en estas tierras y lo rechazaron. Quienes la siguieron, perdieron su trabajo. La aldea enmudeció. El equilibrio social, ya debilitado desde el genocidio perpetrado en los años 80, se rompió del todo y la singular relación que las comunidades mayas mantienen con sus tierras quedó marcada con fuego. La bomba que escondían aquellos gestos filantrópicos no tardó en estallar. Cuando comenzaron a horadar la mina a cielo abierto, las humildes casas de adobe se resquebrajaron y los ríos que abastecían de agua se contaminaron con arsénico. Los árboles se marchitaron como si un otoño perpetuo se hubiera apoderado de ellos y varias especies de animales desaparecieron o simplemente sufrieron un declive tristísimo del que aún no se han recuperado. La salud de la población se resintió tanto que a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) no le quedó otro remedio que ordenar en 2010 la suspensión temporal de la actividad minera.
Pero la dolorosa suerte de San Miguel Ixtahuacán ya se había trazado. El coste de la cesta básica no dejó de aumentar y el precio de la tierra se triplicó. Y con la especulación cabalgando libre por estos caminos polvorientos llegaron las cantinas, las armas, la violencia y el miedo. “¿Sabe usted lo que se llevaron los canadienses de allí? ¡200 libras de oro puro al día durante 9 años! Calcule, pues. Y de cada 100 dólares que la mina producía pagaban uno al Estado. Imagínese”, interviene Domingo Hernández, 64 años y antiguo miembro del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) que combatió a la sangrienta dictadura de Efraín Ríos Montt que gobernó el país a sangre y fuego entre 1982 y 1983. Para muchos, San Miguel sigue siendo hoy el ejemplo palmario de la explotación desenfrenada que gobierna Guatemala.
“Sepa usted que la guerra se acabó en 1996 con los Acuerdos de Paz pero el terror ha seguido igualito. Sigue bien vivito porque en Guatemala se eliminan a los indígenas que denuncian el modelo de convivencia, de malconvivencia, que tratan de imponernos. La cultura de la violencia no se terminó con la paz”, añade Domingo bajando el tono de voz y apretando los dientes. Recuerda a su amiga Lolita Chávez, a la que ametrallaron por impedir el paso de las máquinas madereras dispuestas a arrasar los bosques milenarios que rodean Santa Cruz del Quiché, y a Bernardo Caal. Pero tampoco de Berta Cáceres, la activista lenca asesinada en Honduras por oponerse al proyecto hidroeléctrico de Agua Zarca; ni de Ovidio Xol, un joven de 20 años desaparecido en 2014 durante la tensa expropiación de tierras ejecutada en el departamento de Alta Verapaz para construir Renace, una de las mayores plantas hidroeléctricas de toda Centroamérica en la que participó a la empresa Cobra, la filial guatemalteca de ACS. Este complejo acaba de ser premiado por S&P Global Platts, la biblia de la información energética y extractivista a nivel planetario, “por el valor social compartido que desarrolla desde hace siete años en Alta Verapaz”. Un contrasentido a tenor de los datos oficiales. Un informe sobre violencia del PNUD certificó que en lugar de un aumento del desarrollo humano, la paz firmada en 1996 trajo un agravamiento de la inseguridad en la población indígena. Según datos de la propia policía nacional guatemalteca, la violencia homicida se ha incrementado un 120% entre 1999 y 2006. Y la peor parte, de nuevo, se la llevan las mujeres.
Nadie duda de que el patriarcado racista es la gasolina que alimenta la maquinaria de la desigualdad y amordaza a las víctimas. Una investigación realizada por el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) en el área rural de San Pedro de Carchá reportó en 2016 una veintena de violaciones sexuales perpetradas por los trabajadores de la central Renace que andaban reparando unas torretas de alta tensión. “La ausencia de más denuncias por parte de las mujeres violadas se debe a que, además de vivir un fuerte trauma psicológico, sufren el drama personal de ser las causantes de la deshonra familiar ante la comunidad”, concluyeron sus autores. El drama no cesa. Algunas mujeres cuentan a la asamblea relatos estremecedores de conocidos o familiares.
Sus testimonios se suceden, espontáneos. Algunas lo hacen en lengua quiché, uno de los dialectos mayas más extendidos; otras se esfuerzan por expresarse en castellano. Priscilla toma la palabra y habla en ambos idiomas con precisión y soltura. En su discurso hace una defensa encendida de la educación “porque la cultura es el mejor antídoto contra el engaño histórico. Lean, compañeros, lean y también escriban, por favor”, proclama. Priscilla es joven y culta. Conoce el Popol Vuh, la biblia Q’eqchí, cuya parte mitológica se desarrolla cerca de su casa. “La tierra, el aire, la lluvia, los árboles, la energía. Esos son los referentes de nuestra cosmovisión y los que las oligarquías están destruyendo”, explica. Ella, como casi todos los asistentes al concurrido consejo, perdió un familiar en el genocidio perpetrado por el ejército hace tres décadas.
Pese a recordar con todo lujo de detalles la espeluznante noche que impuso el general Ríos Montt en estas tierras –400 aldeas arrasadas, miles de personas reubicadas a la fuerza en los llamados “Polos de Desarrollo” que en realidad eran auténticos campos de concentración, un millón de desplazados internos, más de 250.000 refugiados, 200.000 muertes, incalculables desapariciones– Priscilla dice que aquello solo fue el primer cimiento de lo que ha venido después. “Hoy somos un país entregado al dinero extranjero por un gobierno corrupto que bajo el pretexto de modernizar el país impone leyes que defiendan sus intereses: el saqueo de nuestras tierras y el sometimiento a la pobreza extrema”, clama. Hay unanimidad hacia sus palabras.
La gran aportación de los Acuerdos de Paz en Guatemala fue la liberalización absoluta del país. Cierto es que para el Banco Mundial sigue siendo la primera economía del istmo pero también la más desigual. Si durante años se habló de que 22 grandes familias, todas mestizas, controlaban la vida política, social y económica del país, la selección natural ejecutada por el sistema financiero mundial en los últimos años lo ha reducido a ocho. No es difícil conocer el motivo. En las negociaciones de paz olvidaron detallar quién y cómo se debía gobernar un territorio poco más grande que Andalucía donde el 50% de la población es de etnia maya, xinca y garífuna, abiertamente contrarios a un mercado libre que les condena. En este escenario, la trayectoria de las élites guatemaltecas, todos multimillonarios y muchos evangelistas, ha sido compartir beneficios con grandes transnacionales extranjeras. Canadienses, italianas y, sobre todo, españolas. Según el Directorio de empresas asentadas en Guatemala que elabora el ICEX hay más de 120 firmas asentadas en este pequeño país centroamericano. Y el abanico de sectores que abarcan es extenso y variado. Desde las telecomunicaciones y el turismo al financiero y el energético. “Encuentran muchas facilidades porque los sectores estratégicos han sido desregularizados y, por lo tanto, son fáciles de apropiar y explotar”, explica Jesús González Pazos, miembro de la organización Mugarik Gabe y autor de un exhaustivo estudio sobre la realidad socioeconómica guatemalteca.
El informe también detalla las relaciones íntimas que algunos de estos poderosos terratenientes guatemaltecos, como la familia Gutiérrez-Bosch propietaria de la Corporación Multi Inversiones (CMI) que agrupa a 300 empresas y es la aliada corporativa de ACS en el país, con el Partido Popular y FAES. Fruto de estos estrechos vínculos es el nombramiento en 2006 de José María Aznar como doctor honoris causa en la Universidad Francisco Marroquín, cuna de formación del liberalismo guatemalteco. “En 2008 se produjo la muestra más evidente de esta confluencia de intereses cuando Aznar llegó al Congreso que el PP celebraba en Valencia a bordo de un jet privado que puso a su disposición precisamente el dueño de la CMI Dionisio Gutiérrez, interesado en acudir la convención de los populares para aprender de la excelente experiencia inmobiliaria de la Comunidad Valenciana y exportarla a su país”, afirma González Pazos. El corolario de la gran amistad llegó en 2015 cuando la embajada de España premió a Gutiérrez con la Orden del Mérito Civil.
Una delegación del Parlamento europeo, entre los que se encontraba el miembro de Podemos Xabier Benito, acaba de visitar el país para conocer de primera mano la situación de los derechos humanos. Tras la cadena de reuniones oficiales concertadas con miembros del Gobierno que preside el humorista Jimmy Morales, Benito visitó Santa Cruz de Quiché y Alta Verapaz, dos de los enclaves más golpeados por la depredación industrial. Su conclusión es desoladora. “Hay un incumplimiento sistemático por parte del gobierno del derecho a la consulta de los pueblos indígenas sobre la construcción de grandes infraestructuras que afecten los recursos comunitarios y alteren la vida recogido en el Convenio 169 de la OIT y que Guatemala ha ratificado. Y la negación de estas consultas se asocia a la invasión, marginación y desposesión que han sufrido a lo largo de la historia y que ahora se reproduce”, comenta. A todo esto se le puede unir la ausencia de títulos sobre la propiedad de las tierras. Es un factor de conflicto y también de abuso.
Mauro Vay tiene 64 años y es agricultor aunque lleve seis años sin sembrar nada. La explotación en los campos de algodón le convencieron de que debía dedicarse a otros “cultivos”. Almas rebeldes, por ejemplo. Formado por un jesuita belga en el compromiso cristiano con los pobres terminó levantando al campesinado “porque vivían en unas condiciones deplorables”. Herido durante la guerra, fue encarcelado años después en Huehuetenango “por denunciar los atropellos de las multinacionales eléctricas que nos secan los ríos y no garantizan la luz”. Vay habla del caso de Cambalam I y II, en Santa Cruz Barillas, las dos centrales fantasma que la empresa gallega Hidralia Energía-Hidro Santa Cruz iba a construir en 2008 avalado por un consorcio financiero en el que figuraban Bankia y el Banco Mundial. También cita a sus propietarios, Luís y David Castro Valdivia, cuyos caminos empresariales por Galicia están plagados de oscuras sombras. “La protesta fue tan fuerte que en 2016 renunciaron el proyecto. Pese a todo hubo detenciones de compañeros, órdenes de capturas, gente que huyó por las montañas a México y un estado de sitio general”, rememora. No hay que olvidar que esto es Guatemala, el país donde priman los intereses económicos por encima de cualquier otro. Para las transnacionales españolas es un valor seguro.
Fuente: OMAL .