Hace ya más de 30 años, tantos como la Constitución,  un importante grupo de mujeres salía a la sociedad española de la época, queriendo comerse el mundo.

Eran mujeres trasgresoras con los condicionamientos sociales que las encorsetaban  en una imagen estereotipada, sojuzgada siempre a una figura dominante  (padre, novio, marido, jefe) que se  encargaba de ordenar y dirigir sus vidas y aplastadas bajo las normas sociales, habitualmente trasmitidas e impuestas por abuelas, madres y demás agentes femeninos del ámbito familiar.

Esta trasgresión se manifestaba de mil maneras:

– Rebeldía ante normas de conducta consideradas femeninas (léase ausencia de maquillaje, pantalones vaqueros deshilachados, lenguaje directo y sin remilgos; fumar, beber y trasnochar; sin distinción alguna con sus compañeros). Aprendieron  rápido a conducir,  a administrarse, a viajar, a ser independientes.

– Elección de profesiones basadas en sus deseos y no sujetas a  la condición de ser futuras madres en potencia: arquitecta, ingeniera, médica, abogada, granjera, minera, empresaria.

– Libertad sexual. Pasaron del novio de toda la vida, que las había elegido como madre de sus hijos; a ser ellas las que elegían.

-Participación activa en la política. Los últimos coletazos del franquismo y  el paso a la transición generó en las españolas de aquel tiempo una cultura política  que pasó a ser parte inherente de su cotidianidad. Fueron valientes, luchadoras, perseguidas políticas, conspiradoras en la clandestinidad, líderes en la democracia.

Ahora no parece tanto, pero entonces; en una España franquista, oprimida y reprimida, lúgubre, atrasada y aislada  del resto del mundo;  fue una heroicidad.

Pero no voy a esto, que es un hecho histórico. La reflexión que me hago  hoy es qué  se ha hecho de aquellas veinteañeras, hoy cincuentañeras.

A falta de un estudio sociológico más profundo (que no dudo estará hecho y probablemente  publicado), he analizado someramente qué  ha sido de las que yo conocí.

– Aproximadamente un tercio volvieron al redil en cuanto se alejaron del ambiente estudiantil. La progresía no les había calado más hondo de la epidermis. Hoy son señoras de bien. Esconden su pasado “alocado” como Bush su alcoholemia y hablan de libertinaje en lugar de libertad, de marimacho en lugar de  mujer que  vive según su criterio. Educan a sus hijos para ser hombres y a sus hijas para ser madres de boutique. Nunca debieron pertenecer al grupo de  luchadoras. En realidad, estuvieron allí por equivocación.

– Mucho menos de un tercio siguen como entonces. Escritoras, ministras, investigadoras, altos cargos, artistas, cooperantes, fundadoras de ONGs, periodistas… Trasgresoras y líderes, como entonces. Mujeres de rompe y rasga, valientes, fecundas en ideas, batalladoras, fieles a sus  ideas políticas, a sus creencias morales, a sus principios éticos. Son muchísimo menos de un tercio, pero ahí están. Fueron y son imprescindibles.

– Y luego estamos las demás, que fuimos deslizándonos  a lo largo de una espiral descendente en la que hemos ido dejando porciones más o menos grandes de nuestro bagaje. Algunas hasta desprenderse por completo del mismo. No las culpo. No me culpo. Navegar tanto tiempo a contracorriente es agotador.

Entramos a saco a competir como hombres en un mercado laboral de hombres. ¡Anda que no habremos oído chistes machistas, aguantado lunes de fútbol y soportado que otros menos válidos nos arrollaran! Solo hay que mirar alrededor, ahora mismo, para ver cuántas mujeres ocupan  cargos; a pesar de tener al menos la misma cualificación y antigüedad que sus colegas hombres.

Y luego está la casa. Porque  la mayoría nos casamos, por amor. Y tuvimos hijos, porque quisimos. Pero eso de la conciliación de la vida familiar y laboral era  una utopía. Además, teníamos que demostrar que  nuestra opción era viable y  defenderla con uñas y dientes. Ello conllevaba rendir la que más en el trabajo, ser una madre perfecta, una pareja liberal, una  hija comprometida, una ciudadana informada y participativa. Y sin ayuda de nadie. Ni quejas. Había que  evitar comentarios adversos que pusieran en tela de juicio la bonanza del cambio.

Y así años y años. Hasta que llegamos y pasamos de la cincuentena y los hijos se marchan; porque para eso los  has educado, para que sean capaces de irse y sobrevivir solos. Se van las oportunidades de crecimiento  laboral (con la crisis y ya, con  esta edad) y te quedas tú, haciendo balance. Rebuscando en la memoria  en qué momento perdiste las ganas de luchar, tu independencia; en qué momento se te escapó el tiempo.

Y coincides con  Borges cuando dice que  “el más grande pecado que un hombre puede cometer es no haber sido feliz”  y decides que quizás ahora,  nuestra lucha, nuestro empeño, seamos nosotras mismas.

Ahora toca recomponerse, reencontrase,  quererse. Aparcar la responsabilidad de unos hijos que no nos pertenecen; apartar a tu pareja si no ha evolucionado como tú y se ha convertido en un lastre o te ha  ido anulando por el camino; relajarte en lo posible en el trabajo (no somos tan imprescindibles); insultar sin ambages a los chulos machistas; dejar en evidencia al jefe, ligar con el guía en Estambul, defender el aborto y la homosexualidad a plena voz en la peluquería, levantarte por la mañana y no hacer nada; dedicar tiempo a meditar, a pasear, a querer y mimar  a los que te quieren, ayudar a  los que te necesitan  (a los que tú necesitas para seguir creciendo y siendo mejor), colaborar con los comprometidos y recuperar los amigos olvidados.

Vivir y luchar sin miedo por lo que siempre has sido y habías olvidado, aplastada por el peso de la responsabilidad.

Puede que ahora sea esta nuestra guerra. Quizá es nuestro sino morir luchando. Pero en adelante, hay que intentarlo sin sufrir, disfrutando de la vida.

Nos lo merecemos.

Olga Sánchez García