Plaza Jemaa-el-Fna Me había prometido a mí misma no volver a Marruecos, como acto individual de protesta por el trato dado a mi admirada Aminatu (de la cuál nadie ha vuelto a acordarse, dicho sea de paso).
El desprecio por la vida de esta luchadora infatigable de prestigio internacional, el chamarileo a la hora de negociar ventajas mercantilistas a su costa y la hipócrita aquiescencia de los países defensores de la democracia , para no enemistarse con su portero vigilante del sur; me parecieron denigrantes.
Evidenciaron lo que en propia carne ha sufrido un amigo marroquí, perseguido, torturado, represaliado político, huido y refugiado; eminente filólogo de profesión, estudioso de al menos cuatro lenguas y actualmente aprendiz de jardinero; que soporta con paciencia infinita que el resto de estudiantes miren como intruso “al moro ese”. Otro de tantos, aunque eso sí, este está empadronado.
Pero la carne es débil y unas vacaciones no esperadas me lanzaron de cabeza a la jungla de las ofertas del último minuto y no pude resistirme a la tentación asequible de una visita a Marrakech. Luego, ya se sabe, es fácil autoconvencerse de que el pueblo de un país no democrático, no tiene la culpa de los dirigentes que le han tocado en suerte o en herencia.
Total, que allí me fui.
Marrakech no se puede describir, hay que verla. Es un contraste permanente de modernidad, lujo y crecimiento desmesurado -a la occidental- ; con zocos, callejuelas, la Kasba, chilabas, bereberes, té con menta y cus-cus, a la antigua usanza.
Lo que la hace realmente excepcional no son sus palacios y jardines esplendorosos, es su plaza. Y no por su especial arquitectura, sino por la amalgama de gentes que la invaden al anochecer. Ha sido declarada “obra de arte del patrimonio oral de la humanidad” a petición de nuestro insigne Juan Goytisolo, residente de Marrakech durante años.
De repente, al caer el sol, se llena de tenderetes, puestos de comida, asadores, danzarines, bailarinas, músicos, vendedores de todo y nada, narradores de cuentos fantásticos, encantadores de serpientes, santones, sanadores, pasteleros, novios de la mano, mujeres en grupo -de punta en blanco-, bicicletas que te esquivan milagrosamente y no se chocan nunca; mirones varios y alelados visitantes.
Entre los muchos comentarios, en árabe, francés, ingles y español –que de todo se habla en aquella Babel- destacó de pronto, por su potencia y falta de tacto, la voz aguda de una compatriota que se queja a voz en grito de la suciedad en general y en particular, la incultura, la pobreza, el atraso y la carencia de lo más elemental que, según ella, caracterizaba por encima de otra cosa a este pueblo milenario y a esta ciudad imperial.
Señor, Señor, cuánto nos queda por aprender, cuánto por respetar.
Aún vamos por el mundo con complejo de nuevo rico, olvidando que antes de ayer vivíamos como los bereberes del Atlas: arando con un burro y comercializando nuestras verduras y productos artesanales, o vendiendo sol a extranjeros diletantes.
Viajar nos hace más cultos, dicen, pero siempre que llevemos los ojos abiertos para admirar y aprender y la mente preparada para respetar.
A mi compatriota, según aprecié, viajar solo le sirvió para comprar 7 bolsas de productos falsificados de marcas de postín, con los que poder seguir ejerciendo de nueva rica, solo que esta vez en su propio país.
2 de febrero de 2010. Olga Sánchez García.