Rosario Marina 03/03/2019

Panajachel es un pueblo turístico a orillas del lago Atitlán, en el departamento de Sololá, Guatemala. Durante 2017, unos 857.000 turistas llegaron al departamento para admirar los volcanes de San Pedro, Tolimán y Atitlán, y pasear por las calles antiguas donde hay, a cada paso, un puesto de venta de artesanía y ropa tradicional indígena. Lanchas conectan Panajachel con las aldeas mayas alrededor del lago. Una de ellas se llama Santiago Atitlán.

Maximiliano Mendoza tenía 14 años. Una cadena de unos siete metros lo retenía en su cama, dentro de una casa en Santiago Atitlán. Si se estiraba al máximo solo llegaba hasta el salón. Su familia lo mantenía dentro, como un perro que muerde o tiene rabia.

Le dolía. Pensaba en sus pechos, en que tenía que esperar bastante para hacerlos como quería, como se los imaginaba cada día. Soñaba con maquillarse, delinearse las cejas, depilarse. «Ser una mujer completa».

Tenía que tener cuidado si iba a inyectarse algún líquido que aumentara sus pechos. Poco después supo que es peligroso, que le podían poner aceite de avión, y que así se moriría antes que su padre. Entonces, no podría recibir la herencia para ponerse los implantes, que salen unos 15.000 quetzales –alrededor de 1.700 euros–en un hospital o una clínica. Con eso fantaseaba: con que, algún día, sus pechos se transformaran en mamas.

«Me siento una mujer atrapada en este cuerpo de hombre. Yo me quiero ver linda, me quiero ver bonita. Quiero llamar la atención. Y no ocultar lo que soy, mi identidad», pensaba Maximiliano. Pero todavía no era posible.

Durante los cuatro meses que permaneció encerrado, atado, fueron muchos los días en los que La China lo esperaba afuera. Esperaba al amigo con el que jugaba de pequeño a las muñecas o a que hacían tortillas en ollas de barro y las vendían con frijoles y salsa, machacando ladrillos. Con el que salían por la playa a buscar verduras y cocinar. Pero Kristel, a quien su familia y casi todo el pueblo le dice Max o Maximiliano, no salía. Y cuando lo hizo, le prohibieron juntarse con La China.

Un día, cuando todavía podían verse, cuando aún eran pequeños niños indígenas caminando por su pueblo, La China le notó una cicatriz en la espalda y le preguntó. Kristel le contó que su papá le había pegado con el alambre del cordón de la radio porque no quería que se juntara con ellos. Ese ellos, hasta ese momento, eran sus amigos homosexuales.

Dice el Popol Vuh, el libro sagrado del pueblo maya, que los tz’utujiles llegaron a la región del lago Atitlán en el siglo XIII. Venían con los quichés y kaqchiqueles, otros pueblos mayas, para fundar sus ciudades. Según el censo oficial de la población guatemalteca del año 2002, los tz’utujiles son casi 80.000 en todo el país y viven aún en la región sur del lago de Atitlán. Se estima que Guatemala tiene seis millones de habitantes indígenas. El último censo habla de que el 45% de la población es de algún pueblo originario, pero otros informes elevan el número al 60%.

Kristel es una mujer trans tz’utujil.

Encerrada por su familia

La Justicia indígena tiene dos objetivos claros: que las cosas vuelvan a su lugar y retribuir a la víctima. Para eso, hacen que quien ha robado, por ejemplo, devuelva o pague. En ocasiones, lo hacen con golpes y encierros. En algunos pueblos, intentan que los homosexuales no sean homosexuales, y las trans vuelvan a ser hombres. Algunas veces, como resultado, las personas se reprimen hasta el punto de casarse con una mujer y tener hijos. El mandato es muy fuerte, sobre todo para quienes no logran irse a la capital.

«Nuestros antepasados se dieron cuenta de que no solo había entonces personas gays, sino que mucho antes ya había. Pero siempre va a ser un problema. No toda la gente indígena acepta eso. Algunos son católicos», dice Kristel.

En su caso, el pueblo no se reunió para ver cómo el alcalde o algún juez indígena la golpeaba con una vara. No la hostigaron. La encerró su familia.

Antes de los golpes y del encierro, Kristel limpiaba la casa con su mamá. Después se sentaba a mirarla bordar, le encantaba. Cuando tenía unos diez años le pidió si podía aprender ese oficio reservado para las niñas y mujeres indígenas. Su mamá le compró una tela, le hizo un dibujo de estelas mayas y miró atenta cómo su hijo pequeño temblaba al intentar seguir la línea marcada.

Pero un día, se terminó. La encerraron cuatro meses atada con una cadena a su cama. No entendían que su Maximiliano quisiera ser mujer, ni que le gustaran los hombres, ni que se juntara con otros amigos que querían lo mismo. Esas cadenas, dice Kristel, la hicieron más fuerte. La empujaron a tomar la decisión de irse de casa. No está muy claro si tenía 16 o 18 años.

Lo que sí asegura es que se prostituyó para sobrevivir. Lo hizo durante unos años en un prostíbulo llamado Cervecería. Ahí, dice, la respetaban y ganaba bien: cobraba 60 quetzales –alrededor de siete euros– por 15 minutos de sexo, más 10 de caja, que había que pagarle a la dueña. Por aquel entonces era un dineral.

Los domingos a la tarde, Kristel y La China tomaban cerveza con la dueña, a la que conocían desde que eran esos niños indígenas jugando con barro como solían hacerlo las niñas. En ese bar su amiga se mostró como mujer. Tenía 14 años.

La dueña de esa «cervecería» era doña Francisca. Hubo un tiempo en que las mujeres trans la conocieron y la admiraron. Murió a los 88 años y sigue viva en los relatos de las mujeres que pasaron por el prostíbulo y eran como ella. Doña Francisca fue la primera mujer trans indígena de Santiago Atitlán. Ella y su hermana, las dos primeras trans en el pueblo que empezaron a los 10 años a vestirse de mujer.

El primer prostíbulo, Cervecería Francisca, fue suyo. Antes le pegaron, mucho. Ella y su hermana se escondían en los tiempos de la guerrilla, porque las buscaban para matarlas. Pero, cuentan quienes la recuerdan, doña Francisca terminó dándole de comer a los guerrilleros.

«Había hecho dinero, construyó una casa de tres niveles. En el primer nivel tenía un salón y cinco cuartos para las muchachas, en el segundo eran 17 cuartos y el tercero otro salón y cinco cuartos. Y se llenaba. Era el único», dice Kristel.

Con el último desastre natural que azotó la zona, cuando doña Francisca estaba viva, llevó a las muchachas del prostíbulo con ollas a la plaza central para dar café y comida a la gente afectada. A sus 40 años, vivía como una reina. Andaba de acá para allá con el traje típico en el pueblo. Por ella, nadie mata a las trans en Santiago Atitlán.

«Peleamos por la necesidad de que nos respeten. Yo insulto cuando a mí me insultan. Pero doña Francisca nos dijo que no teníamos que responder a esa gente, que teníamos que ser educados», recuerda Kristel. Dice que «aprendió mucho» con Francisca, pero un día tuvo que volver. Su hermana la llamó y le dijo: «Mamá está en el hospital».

Hasta ese momento, Kristel solo la veía en el mercado y la extrañaba. Decidió, entonces, que no se iría más.

Miss Elegancia y representante en comités locales

En Xela, a unas ocho horas de la capital, Kristel Mendoza logró una mención como Miss Elegancia. Ese día se puso huipil con tocoyal, uno azul con pájaros bordados, y un corte multicolor. El traje típico indígena. El huipil es una blusa bordada, el corte una falda y el tocoyal, una gran canasta en la cabeza.

A Kristel le gustan los concursos de belleza. Participó en tres: Miss Gay Maya en Xela, Miss Gay Costa Sur en Mazate, y en Miss Gay Trans en la capital. Adora ir a esos concursos. Pasar horas y horas pensando el traje, el maquillaje, preparándose para el momento de salir a la pasarela y sonreír.

También le gusta la política. Con el alcalde anterior, participaba en los comités locales de los vecinos que se organizan para poder llevar las demandas o solicitudes que tienen en una localidad hacia el Gobierno municipal. Lo llaman el Cocode. Es una forma de resolver más rápido los problemas de las comunidades, que a veces están muy alejadas.

En cada cantón la gente está organizada en un Cocode para proteger el territorio. No es fácil estar ahí. Todos tienen que analizar cuál es el rol de la persona, cuál es su papel en el pueblo. Pero ese mundo en que las travestis, las trans y los gays de Santiago Atitlán participaban en el Cocode se terminó. Cambió el alcalde, y con él la apertura a la comunidad LGBT.

En octubre del año pasado hubo una huelga en Santiago Atitlán. La gente pedía que el nuevo edil rindiera cuentas de los gastos desde que llegó al poder. Ahí estaba Kristel, exigiendo transparencia.

Ahora es la única hija en la casa. Su padre va a la tienda y le pregunta si quiere algo. Por ese gesto ella siente que la respetan. Ya no está atada a la cama. Tiene 31 años, se maquilla como quiere, se delinea las cejas, se depila. Lo único que no puede hacer es vestirse de mujer. «Mi papá me aceptaba con el fin de que no quería verme vestida de mujer. Por eso me acepté siendo un chico gay travesti. Me visto en ocasiones, pero me considero una chica trans», asegura.

Abusos sistemáticos

Una gran parte de la comunidad gay en Santiago Atitlán borda. También hay quienes trabajan en el Gobierno municipal o en tiendas de teléfonos, pero esos están «enclosetados» [en el armario], dice Kristel. Quienes ya decidieron mostrarse como son, solo pueden coser o trabajar en bares. «Mejor bordar que estar allá. Trabajar en un bar o cantina es peligroso, porque los hombres empiezan a golpearse. Aquí sí hay bolos [borrachos] mañosos», cuenta la mujer.

En el pueblo ahora hay entre 10 y 12 chicas trans. También había dos gays que se suicidaron porque su familia no los aceptaba.

Sus casos no son una excepción. Hay un informe, hecho por mujeres trans de Latinoamérica y el Caribe, que se llama Esperando la muerte, donde hablan de la situación de la población LGBT en Guatemala, un país que la única diputada lesbiana del Congreso define como conservador, machista y racista.

En él reflejan la diversidad de la comunidad trans: mujeres que tenían el cabello corto, que trabajaban en bananeras, que no hablan el castellano. Otrans Reinas de la Noche, quien llevó a cabo el informe, es la primera organización trans del país. Fundada en 2004 como un colectivo de «trabajadoras sexuales trans» del centro histórico de la ciudad de Guatemala que decidieron organizarse por la ola de violencia que se vivía en ese entonces: los asesinatos constantes, el VIH, la falta de respuesta institucional. Ahora componen su asamblea 150 mujeres trans.

Según el censo propio de esa organización, son, como mínimo, 7.000 las trans en Guatemala. Calculan que como máximo son 22.000. No lo saben. Lo estiman a partir de una encuesta que hicieron en ciertos municipios. No hay datos oficiales de mujeres trans. Mucho menos de indígenas trans.

A Andrea González, directora de Otrans Reinas de la Noche, le hubiese gustado que el informe se llamara ‘Esperando políticas públicas’, o ‘Esperando la aprobación de la ley de identidad de género’, ‘Esperando cupo laboral para las mujeres trans’, ‘Esperando matrícula estudiantil para las mujeres trans’.

«No, pero lamentablemente se llama Esperando la muerte. Porque ves la hipervulnerabilidad en que nos encontramos. La violencia sistemática e institucional es la que este informe marca. Hay asesinatos. Hay violaciones a derechos humanos», dijo en septiembre de 2018. Hasta ese momento ya tenían registro de 18 mujeres trans asesinadas en el país solo en ese año.

Sentada en el pasto, a orillas del lago, un hombre le grita en tz’utujil. Kristel contesta: «Mush, mush«. «Mush» significa vagina. Le estaba preguntando a Kristel si ella tenía. «Me quiere agarrar la vagina», dice la mujer entre risas. Luego, dice bajito: «Todavía no, estoy en proceso».

Al rato, otro hombre se acerca: tiene bigotes y una pose que intenta imponerse. Mira cómo Kristel maquilla a La China. Pero lo que ve él son dos hombres gays disfrazando sus rostros con colores. No dice nada. Solo mira desafiante hasta que pregunta si tienen permiso. Kristel no deja de poner la base a La China mientras dice sin mirarlo: «Este es un homófobo porque tiene un hijo que es gay y no lo quiere, y también un cuñado que es gay».

El hombre abre su teléfono y llama a alguien para que las saque. Camina por el césped de esa porción de tierra a orillas del lago Atitlán donde no las quiere dejar estar. Insiste a alguien con poder para que las eche. Al otro lado, cientos de turistas de todo el mundo pasean y compran bordados típicos indígenas.

En este lado, Kristel le pide a La China que cierre los ojos. Con esmero, le termina el delineado.

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