Alberto Pradilla

Los migrantes centroamericanos devueltos desde EEUU enfrentan en sus comunidades la sospecha de haberse contagiado mientras el flujo al norte disminuye y las restricciones aumentan.

Alejandro pasó su primera noche en Zacualpa, Quiché, durmiendo en el interior de una ambulancia. Dice que llevaba tanto tiempo sin bañarse que ni siquiera recordaba la última vez que pudo frotarse con agua y jabón. Logró hacerlo el 14 de abril, 24 horas después de aterrizar en Guatemala, cuando fue trasladado a los vestuarios del estadio municipal, que se convirtieron en la habitación en la que pasar su cuarentena.

Acababa de llegar como deportado desde Estados Unidos y tuvo que sufrir el rechazo de su propia comunidad. No está enfermo, pero es sospechoso. Todos los que son devueltos desde el norte pueden haberse contagiado con coronavirus, del que ya se han detectado más de un millón de contagios en territorio estadounidense.

El joven no se llama Alejandro, pero suficiente estigma lleva a sus espaldas.

Sus ojos son rasgados, su piel, tostada, y al hablar tiene unas formas muy suaves. Alejandro es indígena k’iche’, una de las 23 etnias maya de Guatemala, la parte más marginada de uno de los países más desiguales de América Latina. Tiene 21 años y lleva casi la mitad de su vida trabajando. Esta es una tierra exigente y, desde adolescentes, los chicos ya son tratados como adultos a golpe de cortar caña de azúcar. Alejandro se dejaba la espalda y las manos por menos de dos euros al día. Una miseria a repartir entre él, su esposa y su hija de diez meses, que apenas lo reconoció el día que volvió a la aldea.

“Me fui por necesidad”, dice el joven. Aquí la migración es casi una herencia que pasa de padres a hijos. Por eso, Alejandro se marchó de su comunidad, una sucesión de casitas paupérrimas en uno de los departamentos más empobrecidos de Guatemala. En el país centromericano, seis de cada diez habitantes son pobres. En Quiché, la pobreza golpea al 75% de la población y cuatro de cada diez habitantes sufre necesidad extrema.

La comunidad de Alejandro es un ejemplo de necesidad. Aquí la gran mayoría son construcciones de adobe con tejas de barro. Quien tiene algo más de dinero, o quien lo recibe en forma de remesa desde EEUU, puede levantar su construcción de cemento con techo de lámina. Las viviendas menos humildes no son diferentes a lo que en otros lugares se consideran chabolas, pero basta con mirar sus fachadas para saber quiénes tuvieron éxito al migrar.Ahí están las casas de los héroes, los que pintaron las barras y estrellas en la puerta. Ellos son los que esquivaron a la ‘migra’ [patrulla fronteriza], superaron un viaje en el que muchos se dejaron la vida y ahora sostienen a su familia con los dólares que ganan al otro lado del muro.

Alejandro quería ser uno de ellos, dar algo mejor a su familia. Cuando salió de su casa, el 4 de febrero, faltaban dos semanas para la detección del primer caso al norte de Río Bravo y más de un mes para el primer guatemalteco contagiado. Todo cambió en su ausencia. Cuando regresó, el 13 de abril, lo tuvieron que alojar en la ambulancia porque nadie quería ofrecerle un cuarto. El hambre ya no era la principal preocupación de sus vecinos, ahora también lo era el virus.

Si Alejandro hubiese tenido éxito sería un héroe. Pero le atraparon, le dieron la vuelta y regresó con el estigma de ser expulsado de uno de los mayores focos mundiales de la pandemia. “El virus es algo serio, lo entiendo”, dice sobre su llegada a la comunidad.

El joven aterrizó en Ciudad de Guatemala sin ningún documento que acreditase su estado de salud. Dice que pasó su cuarentena en centros de detención en Estados Unidos, pero las autoridades locales no se fiaban. Nada más poner un pie en Zacualpa le advirtieron de que tendría que esperar dos semanas. Cuenta que no presentaba síntomas y aseguraba encontrarse bien. Pero, consciente de la gravedad de la situación, aceptó el aislamiento. Durmió una noche en la ambulancia y después, como no sabían dónde meterlo, le buscaron un espacio en el campo de fútbol.

El miedo y los rumores se extendieron y estuvieron a punto de provocar una rebelión en la comunidad por utilizar el estadio para atender a enfermos de COVID-19. “Nos decían que si alguien enfermaba sería responsabilidad nuestra”, dice la doctora Verónica Orozco Escobar, responsable de la clínica de Zacualpa y la persona que se ha ocupado de la salud del joven desde que llegó al municipio.

La gente en Zacualpa es brava. En 2019, la policía regresó después de ocho años, cuando se extendió el descontento con el resultado de las elecciones municipales y unos vecinos terminaron por prender fuego a la comisaría.

Asustados ante la presencia de alguien a quien consideraban un foco de infección, aseguraron que, si no les daban explicaciones, repetirían su revuelta. Ni el toque de queda decretado por el presidente, Alejandro Giammattei, hizo que los vecinos se resguardasen en casa. Aquella noche fue tensa en el municipio, de poco más de 20.000 habitantes y ubicado a unos 100 kilómetros de la capital. Finalmente, los vecinos entraron en razón y Alejandro pudo completar su cuarentena y regresar a su comunidad como hombre sano. Ya se encuentra con su familia y, tras ser deportado por segunda vez en menos de seis meses, asegura que tratará de salir adelante cortando caña. Dice que ya ha desistido, que no volverá a intentarlo más.

Los deportados, bajo sospecha

La escena que se vivió en Zacualpa no es una excepción. En Ixcán, Esquipulas o Quetzaltenango, municipios guatemaltecos con fuerte tradición migratoria, hay deportados a los que sus vecinos no aceptan o manifestaciones organizadas para que no pasen. Personas que reciben dinero de remesas o que incluso fueron migrantes terminan rechazando a los recién llegados por la fuerza, convencidas de que pueden ser un foco de contagio. El pánico y la sospecha se han instalado en las comunidades, sobre todo durante el toque de queda. En nada han ayudado episodios como el de un expulsado que escapó del centro de confinamiento en Ciudad de Guatemala y una conocida emisora de radio organizó una caza contra el deportado. La búsqueda terminó con el arresto de un individuo que no tenía que ver: un hombre sin hogar al que casi terminan linchando.


“Cuando se anuncia desde EEUU que las personas están contaminadas se genera una situación de zozobra. No hay un debido proceso de acompañamiento médico para las personas que son deportadas”, afirma Mauro Verzeletti, director de la Casa del Migrante de Ciudad de Guatemala. El hombre, con más de dos décadas de apoyo a los centroamericanos que huyen hacia Estados Unidos, opina que la exclusión es también un virus y que “la discriminación llega desde el norte”, con la retórica xenófoba de Donald Trump y sus expulsiones sin siquiera poner un termómetro a los deportados.

El alto índice de contagiados que llegaban en vuelos de deportación desde Estados Unidos llevó al presidente Giammattei a implantar el confinamiento para los recién llegados. Si daban positivo al aterrizar, los enviaban a un hospital de campaña. Entre el 27 de abril y el 4 de mayo, el mandatario guatemalteco suspendió las devoluciones aéreas, aunque no aquellas que llegaban en autobús desde México. No duró mucho.

Menos flujo hacia el norte, más restricciones a quienes migran

La sospecha y el rechazo hacia los deportados es uno de los efectos del virus en los migrantes, pero no es el único. La pandemia ha hecho saltar por los aires todo el sistema migratorio. En Guatemala, Honduras, El Salvador y el sur de México, los flujos hacia el norte han disminuido drásticamente. Ahora se presta más atención a quienes regresan obligados que a quienes hacen las maletas.

Omar Alexis es un hondureño de Choloma, uno de los municipios más violentos de uno de los países más violentos del mundo. Al joven, de 20 años, lo liberaron de la estación migratoria Siglo XXI de Tapachula (Chiapas) a la una de la madrugada del 11 de abril, junto a otros 150 centroamericanos. A todos los deportados, denuncia, les hicieron firmar un papel. Cuando quiso saber de qué se trataba, le respondieron: “Es un permiso para 90 días, si sigues preguntando los pasarás encerrado”. En medio de la noche, Omar Alexis se puso a caminar y no paró hasta días después, cuando alcanzó el albergue de Agua Clara, ubicado a 700 kilómetros.

El documento es la fórmula que encontró el Gobierno mexicano para vaciar las estaciones migratorias. Son centros de detención para extranjeros que podían convertirse en focos de contagio. Durante semanas, las ONG e instituciones como Acnur habían presionado para que los migrantes fuesen liberados. México hizo caso, pero abrió las puertas y les dijo que se buscasen la vida. Su compromiso con EEUU es impedir que personas como Omar Alexis lleguen a la frontera norte, así que les entregó un permiso que las hace pasar por solicitantes de asilo pero impide que puedan viajar libremente por el país.

Omar Alexis es el ejemplo de cómo las autoridades han aprovechado el coronavirus para poner en marcha medidas todavía más restrictivas contra los migrantes. Desde un albergue en Chiapas, el hondureño relata que trató de alcanzar EEUU a finales de marzo. De hecho, logró pisar suelo estadounidense. Fue atrapado en San Antonio, a unos 200 kilómetros de la frontera. Antes, quienes eran interceptados en su situación eran detenidos y procesados en centros de detención, donde podían pedir asilo. Pero Omar Alexis no tuvo opción de defenderse ni de solicitar protección. Los agentes estadounidenses lo agarraron y lo mandaron de vuelta a México a través del puente internacional de Ciudad Acuña, en Coahuila, según su testimonio. Allí fue recibido por agentes mexicanos que lo encerraron en otro centro, esta vez, en su territorio. Desde allí fue trasladado a Siglo XXI, a 41 kilómetros de la frontera con Guatemala, mucho más cerca de su casa que del sueño americano.

Alejandro fue detenido en un momento en el que todavía operaban las reglas habituales y Washington se encargó de hacerle llegar a casa. A Omar Alexis, por el contrario, la Patrulla Fronteriza lo expulsó a México y se desentendió. Este es el gran cambio impuesto por el coronavirus en la línea fronteriza con Estados Unidos.

Desde el 21 de marzo, Donald Trump anunció el cierre de su frontera para cruces no esenciales. El presidente advirtió que todo aquel que pusiese un pie en Estados Unidos y no tuviese documentos sería devuelto a México. La fórmula es una expulsión rápida, sin seguir los procedimientos habituales: la Patrulla Fronteriza estadounidense intercepta a los migrantes, los lleva al puente internacional más cercano y los entrega al Instituto Nacional de Migración mexicano. Y México, por primera vez, acepta a los centroamericanos como si fuesen mexicanos, pero no para otorgarles derechos, sino para encargarse de su deportación. Es decir, los guatemaltecos, hondureños y salvadoreños que son detenidos en EEUU ya no tienen que ser deportados por Washington. Las autoridades mexicanas se hacen cargo.

Le ocurrió a Omar Alexis, que de repente se vio en Tapachula, Chiapas, sin saber qué hacer. Hubo miles en su situación. Hasta mediados de abril, al menos 10.000. Algunos fueron abandonados de madrugada en la frontera con Guatemala e invitados por los agentes migratorios a regresar a través del monte, ya que las fronteras estaban cerradas. Otros permanecieron hacinados en estaciones migratorias hasta que México se vio obligado a liberarlos. Algunos, quizás los que más suerte tuvieron, fueron deportados en avión o en autobús.

Los fallecimientos de personas con coronavirus registrados hasta ahora en Guatemala, El Salvador y Honduras no suman, entre los tres, ni el número de muertos que Nueva York ha llegado a contabilizar en un día. Sin embargo, Washington ha blindado su frontera asegurando que tiene miedo de que los centroamericanos incrementen aún más los contagios. Y México, necesitado de acuerdos con Trump en materias como la producción petrolera, se ha comprometido a ser él quien los deporte.

El limbo de quienes no pueden avanzar

La cara B de las deportaciones sin mecanismos de control son los migrantes que se quedaron a medio camino. O los que esperan en sus casas que el coronavirus de una tregua para ponerse en marcha.

No es buen momento para ponerse en camino hacia el norte. Así lo cree José Alfredo, un joven hondureño al que la pandemia le atrapó a mitad de camino. En realidad, era su tercer intento. Trató de llegar a Estados Unidos con la caravana de enero, pero fue repelido por la Guardia Nacional y devuelto a su país. Lo intentó de nuevo en febrero, antes del cierre de fronteras. Su plan era alcanzar el norte en bicicleta, pero lo interceptaron cuando había pedaleado durante 170 kilómetros. Hizo suyo el dicho de “a la tercera, va la vencida” y regresó a México, pero ahora espera en Comitán, un municipio de Chiapas, a que las condiciones mejoren para retomar la ruta hacia el norte. Ha encontrado trabajo en un lavadero de coches que no cierra ni por riesgo de contagio y espera su oportunidad.

“Ahora no se ve a nadie en ruta, voy a esperar un tiempo a que todo se tranquilice”, dice. José Alfredo está en un limbo extraño. La migración se define por el movimiento y él ha quedado anclado en un lugar que no es origen ni destino.

Ramón Márquez, director de La 72, albergue ubicado en Tenosique, en el sur de México, corrobora este frenazo en el flujo de migrantes. “Nunca antes había visto que se parara así”, asegura. En su opinión, el miedo a la pandemia es la razón principal que explica que los caminos estén vacíos. Pero esto no implica que no haya nadie intentando cruzar a EEUU. El 3 de mayo, las autoridades estadounidenses anunciaron que 21 personas habían sido detenidas en el interior de un tráiler cuando cruzaban la frontera. La ruta que ha quedado menguada es la que emplean los pobres de entre los pobres, los que no disponen de 12.000 dólares para pagar a un coyote. “El crimen organizado sigue trabajando”, afirma Mauro Verzeletti.

Los motivos que empujan el éxodo se mantienen. Se prevé que las medidas de confinamiento causen efectos catastróficos en economías ya hundidas como las del norte de Centroamérica. En Honduras, donde seis de cada diez ciudadanos son pobres, hay protestas exigiendo un apoyo mínimo a las familias. En Guatemala, proliferan las banderas blancas como símbolo de las casas en las que se pasa hambre. En El Salvador, el presidente Nayib Bukele encierra a todos aquellos que son sorprendidos violando el toque de queda, aunque se trate de una mujer que acompañaba a su hijo a la letrina por ser tan pobre que no tenía un baño en el interior de su casa.

La violencia, otra epidemia que por ahora mata más que el coronavirus, no ha cesado. En Honduras, se mantiene una media de nueve asesinatos al día, mientras que en El Salvador se produjo un fin de semana sangriento con 77 homicidios, que rompió con la tendencia a la baja. Si las condiciones que motivan la migración no cambian, solo habrá que esperar para ver por dónde se reactiva el flujo.

La pandemia ha demostrado que no hay frontera cerrada cuando los países quieren deportar a familias con hambre y víctimas del crimen. La marcha hacia el norte ha disminuido su intensidad, pero todo apunta a que será solo un paréntesis. Con el coronavirus, el éxodo solo se ha puesto en cuarentena.

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